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miércoles, 8 de mayo de 2024

LAS OTRAS FALLAS DE ALMERÍA

 

Ya en silencio, disipado el olor a pólvora y lejanos los pasos acampanados de las falleras que arribaron de Valencia para hermanar arroz con trigo o fideuá con gurullos, vengo a hablarles de las fallas, no de las recientemente acogidas sino de otras más distantes que, aunque efímeras, fueron netamente almerienses.

Tendemos a considerar que cualquiera de nuestras ocurrencias es genuinamente única, brillante o primigenia. Así alimentamos el ego hasta que la realidad o la historia nos muestra cuán errados estábamos. Hace escasos días celebramos unas fallas anunciadas a bombo y platillo como acontecimiento nunca visto en nuestra ciudad. Olvidamos que Almería ya las tuvo, realizadas por artistas locales y establecidas con vocación de continuidad en 1934.

Sentenciaba el filósofo Eugenio D´Ors que lo que no es tradición es plagio. No sabría decir cuánto de una u otro hubo en aquellas fallas almerienses, cuánto del terruño y cuánto de Valencia. En Almería son muchos los festejos vinculados al fuego, baste citar las antaño famosas hogueras de San Sebastián, algunas de las cuales se asemejaban a las valencianas a fines del s. XIX, época en la que también quemábamos decorados con muñecos en la feria. Fallas eran las luminarias que ardían en las torres vigía de la costa y las antorchas de las tropas que trajo el valenciano Jaime II para su fallida conquista de Almería en 1309. Nuestra constante herencia levantina hace que no nos causen extrañeza los usos y los trajes falleros, esos que nos recuerdan a refajonas y zaragüelles.

En 1934 el Ayuntamiento sorprendía a los almerienses con la instauración de las fallas, que no serían josefinas sino en honor de la patrona, la Virgen del Mar. La gran falla se instaló en la Puerta de Purchena y objeto de su sátira fueron el multiempleado presidente de Diputación José Guirado y otros políticos locales. En el lado que miraba al Paseo aparecía la efigie del Tío Sam, yanqui con levita y sombrero de copa que, lupa en mano, examinaba un racimo de uvas en busca de la mosca que tantos problemas había causado a la exportación uvera. Acompañaba al americano la figura del delegado de Festejos caracterizado de flamenco, José Alemán Illán, apodado por ello como “el concejal de la guitarra” y, sobre el conjunto, se alzaba un torreón de la Alcazaba.

1934 Falla en Puerta Purchena, Almería.
Foto Domingo Fernández Mateos


Su presentación a mediados de agosto causó similar expectación a la que días antes provocara el dirigible Graf Zeppelin sobrevolando la ciudad. Ardió la noche del 28, coincidiendo con la traca final de feria, tras el espectáculo taurino de Juanita de la Cruz y endulzados los paladares con el turrón que entonces se despachaba en el inmediato kiosco Amalia. La quema de la falla clausuró también la exitosa Exposición de Bellas Artes en la que un joven Perceval se alzó con la medalla de Honor y el premio del Presidente de la República.

El triunfo de falla y exposición obligó a su repetición en 1935. Tres grandes fallas se instalaron entonces en la Puerta Purchena, plaza de Santo Domingo y cauce de la Rambla. Fueron sus artífices los escultores Jesús de Perceval, Gonzalo Sáez y Manuel Castañeda bajo la coordinación de Francisco Rodríguez Simó, un cartelista y empleado municipal al que se encomendó la dirección. Intervinieron también Latorre, Enrique Velasco o el ebanista Augusto Torres, y un grupo de mujeres confeccionó las vestimentas y los decorados. Todo se realizó en la vivienda de Simó y en los bajos de una casa en la plaza de la Catedral, esquina entre las calles Eduardo Pérez y Lope de Vega, que Perceval había alquilado a Juan Barqueri Salazar para realizar sus trabajos de escultura.

La falla de Santo Domingo, dedicada al Turismo, lucía en lo alto una gitana monumental con sobrero, guitarra y bata de cola. Bajo ella, una antigua locomotora reivindicaba mejoras ferroviarias y, entre bañistas, un paisano remolcaba una barcaza llamada “Delfín”, guiño a la necesidad de mantener las conexiones marítimas con Melilla, pues así se llamaba el buque que entonces unía ambos puertos. 
La de Puerta de Purchena estaba coronada con la figura del ya alcalde, Alemán Illán; bajo éste, los responsables de diputación, Guirado, Gálvez Gil y Julio Esteban; los concejales García Cruz, Villegas, Vicente Pérez y, amenazante con un bastón en alto, Bascuñana.
La tercera de las fallas, alegoría del Periodismo instalada por la Asociación de la Prensa en el cauce de la Rambla, muy posiblemente contara con la efigie de su presidente Francisco de Burgos Seguí, hermano de la célebre Colombine.

Los fuertes vientos que soplaron amenazaban con dejar en paños menores a los muñecos de nuestros políticos y una voz bondadosa pidió el adelanto de la quema “Porque más vale morir quemado que vivir en ridículo”

Algunos no vieron en las fallas hoguera de vanidades sino la excusa de la sátira al servicio de la propaganda política; razón no les faltaba si atendemos a las seis mil pesetas que destinó a ello el Consistorio, la partida más cara de la feria y en fechas, además, azotadas por el hambre. Ello contrastaba con la ridícula aportación hecha para la Exposición de Bellas Artes, lo que obligó a sus organizadores Jesús de Perceval y Fernando Ochotorena a buscar patrocinio, que encontraron en el industrial Francisco Oliveros y el Círculo Mercantil, sede de la muestra en la que participaron, además de los autores falleros, Moncada Calvache, Gómez Abad, Guillermo Langle, Rull, Godoy, Moreno Ortiz, Morales Alarcón, Castillo o Márquez, entre otros. Coincidiendo con la inauguración Perceval dio a conocer su idea de crear una sociedad de artistas -germen de lo que sería el Movimiento Indaliano- proyecto que, como tantas otras cosas, se vio truncado con el inicio de la Guerra al tiempo que apagadas para siempre quedaron las fallas de Almería.

Como si un rescoldo de aquellas hogueras nunca se hubiera extinguido, el almeriense Jesús de Perceval sería nombrado “Fallero de Honor” de la famosa falla de plaza Lope de Vega en Valencia en 1983.

Jesús Ruz de Perceval



https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/273450/las-otras-fallas-de-almeria

miércoles, 17 de abril de 2024

MIRAR ARRIBA

    Desde niño tengo la manía de caminar mirando hacia arriba. No es que el mío sea un paso marcial o legionario, tan sólo siento curiosidad por lo que me circunda en las alturas. Hay en ello una mezcla de expectación, búsqueda y liberación que trasciende a lo curioso.

    Esta costumbre inofensiva en apariencia no está exenta de riesgos. A muy corta edad, por andar fijándome en cornisas, a punto estuve de perder los dientes contra los barrotes de un ventanal sobresaliente. Años después, de camino a una fiesta a la edad en la que todo te avergüenza, por admirar un cielo muy sembrado de estrellas, caí de lleno en un pozo de alcantarilla que algún insensato había dejado descubierto; no hubo lesiones de gravedad, pero el ridículo y la burla de los presentes me dolió largo tiempo. Luego supe que lo mismo le ocurrió -hace dos mil quinientos años- al filósofo Tales de Mileto, padre de la Geometría, hecho que vino a mitigar mi oprobio; coincidir con los grandes, aunque sea en sus torpezas, apacigua y orgullece. Pegarse un “talesaso” no era tan bochornoso y, además, tenía su moraleja.

    Otro de los inconvenientes de esta práctica es que te arriesgas a pisar las deposiciones de algún cánido -“rovellons” les llama uno cariñosamente-. Pese a ello y demás peligros menores, los beneficios de mirar a lo alto son siempre mayores, más aún en las ciudades donde sobreviven -resisten- los cascos históricos, numancias que atesoran nuestra memoria estética y estática, en cuyas alturas se posa la somera y susurrante caricia de la piedra.

    Mirar hacia arriba es escapar a los tormentos que nos rondan en busca de la belleza inadvertida, esa que habita también en las cosas más sencillas: una fachada armoniosa, una cornisa desafiante, el baile etéreo y caprichoso de los pájaros, el asomar de las horas de bronce en el campanario de una iglesia, las gárgolas que esperan tu mirada como un beso para despertar, una joven impaciente dibujando con el dedo indalos en el cristal de la ventana, una bandera solitaria en un balcón o toda una selva concentrada en el contiguo, el letrero sobreviviente de una antigua papelería, la pétrea melancolía del escudo desgastado de un linaje derrotado, los viejos canalones de zinc orfebreados, la explosión añil de las jacarandas y el contoneo de las palmeras -que son margaritas gigantes-, el recamado de las nubes o comprobar que el cielo, pocas veces, es azul. Todos hermosos presentes que no desmerecen por gratuitos. “Aquí se debería pagar dinero por mirar hacia arriba” exclamó un arrebatado Felipe II cuando vio por vez primera el cimborrio de la catedral de Burgos.

  Sobrevivimos porque estamos rodeados de belleza; bellezas sublimes o pequeñas, vulgares o recónditas, efímeras o eternas, pero todas salvíficas. Las sorpresas arquitectónicas están siempre en las alturas y, como las grandes obras, persiguen que alcemos la mirada para encumbrarnos con ellas.

    Absortos en el acecho caminante, encaramados nuestros ojos a lo alto, desaparecen la angustia de la cotidianidad y la rutina, las preocupaciones apremiantes o el pesimismo inoculado por las noticias que nos desvelan, tal es el bálsamo que se nos regala al erguir la cabeza. Por extensión o contagio, me ocurre lo mismo en las librerías: siempre dirijo primero la vista a los estantes más altos en la creencia de que el libro que ha de cautivarme o salvarme sólo puede estar allí, desde donde nos otean los textos inasibles y olvidados.

    Hacia arriba es también como miran los poetas. A mi abuelo paterno le asombraba, cuando salían de copas, la facilidad de Pemán para improvisar sentidos versos al ver una ropa tendida en un balcón y coronar musa ideal a su desconocida propietaria, prueba de que en sus paseos el vate gaditano posaba la vista en las alturas.

    Y, sin embargo, cada vez hay más personas que caminan con los ojos en el suelo; hollados por el peso de la vida, rumiando inseguridades, problemas y prisas -que son el estigma del esclavo- o ensimismados con el móvil para huir a paso zozobrante de esa neblina pesimista que, inevitablemente, siempre les alcanza. Es el trasunto de la vida sinsentido. Apabulladas, con la cabeza gacha y postura abyecta, no se sabe si son tristeza errante o ejemplares de “homo servilis” que intentan disimular su condición, mas la sonrisa fingida no enmascara la pesadumbre sostenida.

    Tengo asimilado que, salvo achaque o defecto físico, los que siempre miran hacia abajo y se encorvan lo hacen por tres motivos: por timidez; porque se han rendido; o porque esconden maldades. No son buenos lugares para quedarse. Así que hay que levantar la testa del avestruz, atreverse a ser osados, volver a la lucha o expiar los pecados. Es una prueba de fe para escapar del abismo y subir al monte Tabor; descubrir, como Dante, que sobre el valle del miedo está la “cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos”. Eso y más es lo que nos quiere decir Lucas cuando narra el milagro curativo que obró Jesús sobre la mujer que no podía mirar arriba.

    Lo gestual brota de lo espiritual y nuestra inclinación originaria es a lo alto porque estamos diseñados para apreciar el lado refulgente de la vida, pero se nos olvida -o nos lo olvidan-. Mirar hacia arriba es regresar a la infancia, recuperar la maravillosa capacidad de asombrarnos que teníamos de niños; prender de nuevo aquella gozosa recompensa cuando, con los primeros pasos, alzábamos la cabeza para encontrar los ojos atentos de nuestros padres y allí estaban.

    Si la vida nos interpela, mirar arriba es la respuesta valiente a sus requerimientos, el mayor acto de rebeldía e insumisión a las tenazas de lo mediocre; es levantar el vuelo de nuestras aspiraciones e imaginar que otros mejores horizontes son posibles.

    Pruébenlo, no se me ocurre mejor ejemplo de vivir por todo lo alto.

Jesús Ruz de Perceval
25/09/2023

https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/263607/mirar-arriba

lunes, 11 de septiembre de 2023

LA RUTA DEL CORAL O EL SUEÑO DE ALBORÁN

 Despertábamos hace unos días con la noticia de que Marruecos invadía Ceuta y Melilla en la web y en el papel con la anuencia de nuestros políticos, ignorantes -o no- de que la conquista del relato es siempre antesala de la conquista física y real. Las zarpas alauitas quieren posarse también en nuestra isla de Alborán. Pocos conocen que este islote español pertenece a Almería, a su mítico y marinero barrio de Pescadería. Y ¿qué tiene que ver esto con la regata del Coral que se celebra estas fechas en aguas almerienses? Mucho. Les cuento:



Hace más de tres lustros, Juan Carlos Martínez “Witi” y un servidor, presentábamos ante el ayuntamiento el proyecto para instituir en Almería una regata de cruceros con vocación de alta competición y que sirviera, a un tiempo, para reclamar la españolidad y condición almeriense de la isla de Alborán, tan sola y tan abandonada en medio del mar de su nombre. Al que suscribe, henchido de amor a la vela y más a la patria chica, le indignaba que nuestra vecina Málaga llevara décadas celebrando con éxito una prueba similar, no por la victoria del deporte -que siempre congratula- sino porque usurpaban el nombre y, con él, la soberanía de la isla para los malagueños. Y es que en los cuentos, el relato es lo que cuenta. Si antaño nos robaron la denominación “Costa del Sol” que nació en y para Almería, ahora nos quitaban este pedacito de tierra, cima volcánica de una vasta sierra submarina, que a la visión del navegante se muestra como un gran buque o portaviones anclado en mitad de la nada. Es difícil saber cuánto hay de dejadez y cuánto de generosidad en el corazón de los almerienses.

Para otorgarle mayor solemnidad, los boquerones crearon la “Muy Insigne Orden de Navegantes de Alborán”, honor que se otorgaba a aquellos que, tomando por babor la isla, consiguieran finalizar la travesía regresando a la península. Yo guardo con orgullo esa distinción, aunque más como recuerdo de haber salido airoso de una de sus más duras ediciones, en la que le vi los ojos a la Parca y el fuerte temporal nos dejó terminar sólo a unos pocos. No en vano Al-Boran significa tormenta y tempestad.

Con aquella ilusión se inició la aventura de esta competición con salida y llegada en nuestro puerto. A nosotros nos apartaron del proyecto, cosa natural pues los políticos, siempre ávidos de fotos, necesitan figurar como creadores o inauguradores de lo divino y de lo humano, minucias provincianas que no empañaron la alegría de ver instituida, por fin, esta regata en Almería.

Pero el sueño isleño duró poco y se desvaneció como lo hacen todas las ensoñaciones salvo las de la infancia. Bautizada con el nombre -algo cursi- de “Ruta del Coral”, la organización abandonó pronto su razón de ser, el objetivo Alborán, para sustituirlo por una serie de pruebas en nuestra bahía. Se adujeron razones de seguridad o su elevado coste económico. Es cierto que nadie querría estar en el Mar de Alborán cuando se enfurece, cuando sus olas golpean el casco como martillos de dioses y sus ráfagas de espuma barren la cubierta impidiéndote ver o respirar mientras rayos y truenos iluminan y ensordecen en la noche más oscura, o cuando, a la inversa, una calma chicha te roba todas las horas y el calor y un silencio clamoroso te abocan a la locura. Pero esas posibilidades eran, precisamente por tremendas, las que dotaban de espíritu a una regata

en la que se compite contra uno mismo y a cada instante tienes que sacar lo mejor de ti, poniendo a prueba tu resistencia, ingenio o valentía. A la vez, allí comprendes el valor del trabajo en equipo de la tripulación y que sólo su hermandad te salva o que sólo su compenetración te otorgará el triunfo.

Aún descafeinada, esta Ruta del Coral que quiso ser de Alborán, en su XVI edición se muestra ya asentada en el circuito de la clase Crucero para recordarnos que la bahía de Almería es, sin duda alguna, el mejor campo de regatas de España. Promete, pues, pruebas tan alegres como lo es la feria, que estos días adornaremos con velas blancas en lugar de farolillos. Yo participaré con el ánimo encendido -y con la ilusión de recuperar algún día el trayecto original- sabiendo además que, no muy lejos, Witi estará formando a futuros patrones en el mismo barco con el que, años ha, tomábamos por babor nuestra Isla de Alborán. Buena travesía.


Jesús Ruz de Perceval

24 de agosto de 2023

sábado, 27 de agosto de 2022

IMPOSTURA TRADICIONAL DE LA FERIA

 

Esta feria no veremos en Almería sus trajes populares. Suprimido del programa oficial el encuentro de indumentaria tradicional almeriense, no cimbrarán airosas las refajonas ni desfilarán gallardos los zaragüelles; no cantarán ya los ecos de nuestra historia ni bailarán las notas de nuestros gozos.

 

Ignoro los motivos de esta decisión, solapada por el Festival Internacional de Folclore porque, eso sí, parece obligado conocer los bailes y atuendos típicos de las antípodas antes que los de uno. El encantarse con las tradiciones foráneas al tiempo que se descuidan las propias, minando los cimientos de lo que somos, es la impostura tradicional. Huele a insulsa globalización, a infantiloide multicultural y Agenda 2030, un pasito más tras la imposición del traje de flamenca y los faralaes a ritmo de sevillanas para hacernos insignificantes o una mala copia costera de Triana. “La imitación de características y peculiaridades ajenas es mucho más vergonzoso que vestir la ropa de otro, porque significa juzgarse a sí mismo como carente de valor” dijo Schopenhauer, que sabía poco de ferias pero mucho de dignidad.

Más allá de lo etnográfico, el abandono culmina con la pérdida de sentido, de lo que esas vestimentas y esos usos muestran de nosotros, de nuestros ancestros, de nuestro relato histórico. Refajonas, fandangos y zaragüelles dicen más de lo que somos que los libros de Historia. Son un saber vivo y condensado que grita -Vengo de siglos y ¡aquí sigo! Una voz auténtica e integradora que nos habla de la influencia levantina, de la Alpujarra y lo morisco, del peso del Sol, del arrebato de los vientos y de las Andalucías, que son más de una ofusque a quien ofusque.

En un mundo empeñado en homogeneizar adquiere un valor especial el verbo “conservar”. Por ello, hay algo de heroico en los hombres y mujeres que se atavían en fiestas con la indumentaria típica de su tierra. Son mensajeros del tiempo, sostenes de la tradición y baluarte de las costumbres. Su dedicación adquiere, además, tintes épicos cuando han de colgarse esos ropajes en las fechas más calurosas del año, entre el hervor del gentío y las encendidas miradas posmodernas.

 

Convertidas hoy las ferias en un desnudarse en todos los sentidos, a contracorriente estos paisanos nos recuerdan que somos portadores de una dignidad, que el recato es necesario, que cubrirse es cuidar y que, lo que vale, merece la pena ser guardado. En vestirse, no en desvestirse, consiste siempre la civilización, advirtió con lucidez Nicolás Gómez Dávila.

 

Cuando la feria ha sido tomada por aquellos que, so pretexto de ir fresquitos -con o sin vuvuzela- se enarbolan en chanclas, shorts y caladas camisetas de tirantes, prestos a enseñar carne, nuevas musculaturas o bronceadas voluptuosidades y ufanos de intercambiar sudores, los que, por el contrario y aun queriendo ir también frescos, nos imponemos los límites del decoro o un mínimo de elegancia, hallamos en la resistencia de las refajonas y los zaragüelles un ideal caballeresco: con su presencia no sólo salvaguardan la cultura sino también gran parte de nuestra dignidad. Sus linos y sedas, algodones y esparto, tienen el tacto de la libertad, de la elevación que procura elegir lo suyo entre tanta mediocridad, quizá por ello se muevan, orgullosos, tan ligeros. Alardear de lo propio es también ponderar lo ajeno, porque los que defienden sus tradiciones sea donde fuere, por muy diferentes y más distantes sus lugares, se reconocen y respetan en la valía que ello entraña. Esa es la igualdad de los distintos.

 

Tristemente se impone hoy el abandonarse, el todos desnudos y descafeinados. Ya se advertía con la elección del cartel anunciador de la Feria. Hermoso por anodino, casi antiséptico, apto para todo salvo para los alérgicos al polen, que igual serviría para celebrar la llegada de la Primavera o felicitar el día de San Valentín -“el día que tú naciste, nacieron todas las flores…”- y donde el honor a la Patrona de Almería queda relegado a la letra chica, allí donde caen las advertencias legales de los contratos o los efectos secundarios de los fármacos. El significado de las cosas desaparece para que puedan convertirnos en meros consumidores festivos y agradecidos porque se nos obsequian unos días de feria para pasar, posar y pagar.

Se borra así una seña más de esta idiosincrasia, arrumbada en el baúl de los recuerdos junto al Indalo, el día del Pendón o la cruz de San Jorge que es nuestra bandera, y sin Karina que rebusque.

 

Desprovista de identidad, la feria tiene la polivalencia de su cartel; es otra fiesta más que vale para cualquier tiempo y lugar. Este año, como las carabelas, tres mentiras lanzamos al mar: la feria ni es feria, ni es de Almería, ni es en honor de la Virgen del Mar.

 

Confío en que este olvido municipal de lo nuestro y popular sea sólo temporal, un trastorno transitorio del programa, igual que confío en esos irreductibles almerienses, quijotes y agustinas del sureste, que cuidan con mimo nuestras tradiciones y esas pequeñas grandes cosas que nos hicieron como somos. A ellos va mi gratitud.

 

Quizá, si entornamos bien los ojos, podamos ver al final de la calle unos refajos y zaragüelles que vienen en coloridos carros tirados por vacas almanzoreñas, todo al son de unos guitarros.

 

Ante la imposibilidad de cantarles un fandango o una taranta de Almería, me quedo con mi regomeyo y les deseo una feliz Feria. Que el calor les sea leve.

 

Jesús Ruz de Perceval

19/08/2022

https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/243444/impostura-tradicional-de-la-feria



 

miércoles, 1 de junio de 2022

EL PUZLE DE LA VERGÜENZA

 



Este puzle o collage de alcantarillas lo forman fotografías que saqué en las renovadas calles del centro de Almería al percatarme de lo difícil que resulta encontrar una tapa de registro o atarjea colocada correctamente. Me inundó el desasosiego al no alcanzar la razón de ser de tal dislate. Después de mucho cavilar ante este desafío de civismo geométrico concluí, tristemente, que somos una sociedad fallida.

 

Sabido es que un bebé de un año y algunos monos tienen capacidad suficiente para reconocer formas geométricas y podrían emparejar esas piezas como es debido sin gran complicación, máxime cuando cuesta el mismo esfuerzo hacerlo bien que mal. Dichas capacidades se presumen aumentadas llegada la mayoría de edad, por lo que no se entiende que a algunos de los que trabajan abriendo y cerrando esos registros del subsuelo les resulte tan difícil acertar; menos aún se entiende que sus jefes sean incapaces de advertir el error, pues seguro han cursado estudios técnicos, o los jefes de sus jefes, ostentadores de alguna ingeniería en su currículo, no así con los jefes de estos ingenieros, los políticos, a los que no se les exige formación alguna por ser conocido y notorio que los gestores de lo público cuentan con sobrada aptitud para distinguir triángulos, círculos y formas mucho más complejas.

 

Descartada del “iter criminis” la hipótesis de la incapacidad, se nos presentan varias posibles explicaciones, a cuál más lastimosa.

 

Primeramente está la artística: ahora que todos podemos ser pintores, escultores, genios de la música o grafiteros espaciales sin necesidad de esfuerzos formativos o dones naturales, pudiera ser que alguno de esos trabajadores, poseído por el espíritu de Marcel Duchamp y convertido en redecorador de aceras, le enmendara así la plana a los diseñadores originales para que nuestro espacio urbano sea menos bello pero muy original y transgresor. Esta tesis no resulta plausible por cuanto requiere que operario, jefe, ingeniero y político caigan bajo el hechizo artístico, lo cual cabe pero es poco probable.

 

La segunda opción es la vengativa: El operario, resentido con la sociedad por haberle colocado en ese trabajo que no le gusta o porque, víctima del ahora llamado efecto Dunning Kruger, advierte que todavía no ocupa una secretaría general o un ministerio, no soporta tamaña injusticia y ejecuta su temida venganza contra la ciudadanía colocando mal las tapas de alcantarillas. Esta posibilidad es factible pero sólo si el resto de la cadena está bajo el antes citado encantamiento y lo permiten al interpretar aquello como manifestación de la libertad artística del trabajador, tan democrática como cualquiera otra de las que últimamente reivindican los orates.  Derecho artístico sí, venganza no. Aquí resulta indiferente si sus superiores orbitan o no bajo el influjo Dunning Kruger.

 

La tercera y última se fundamenta en la indiferencia. Al operario, al jefe, al ingeniero, al político y a todos les da exactamente igual como caigan esas tapas en las aceras, y ya está. No hay hechizos, efectos ni venganza, todo son molinos. Si acudimos a la máxima medieval “la explicación más sencilla suele ser la correcta”, proclamada por el filósofo Fray Guillermo de Ockham -quien ya de párvulo reconocía figuras geométricas complejas- habremos de concluir que el desinterés es la causa de que nuestras aceras desluzcan cual puzles deformes. Esta indiferencia absoluta es sinónimo de desprecio, desprecio al bien común, al contribuyente y a tu vecino, a la armonía y a la belleza. Cuando la indiferencia se pone de manifiesto en cosas tan sencillas es que está instalada también en las más complejas y, por ello, reitero: somos una sociedad fallida.


                                                                                                    Jesús Ruz de Perceval

                                                                      Publicado en "La Voz de Almería" 11/05/2022

                 



lunes, 9 de mayo de 2022

A LOMOS DE UNA MULA: SAN PEDRO PASCUAL Y LA VIRGEN DEL MAR

El obispo mártir de Jaén y la patrona de Almería se sirvieron de una mula para escoger su residencia

No es este un relato de devociones, salvo que se entienda como tal mi admiración por la mula, animal hoy olvidado pese a haber sido, durante siglos, el mejor y más útil amigo del hombre. Con la mula como protagonista, les hilvano dos historias entre Jaén y Almería, con ecos equinos en todo el suelo español.

Dibujo de la lápida de San Pedro Pascual sobre la Puerta de la Luna de la catedral de Baeza. Realizado por Francisco de Rus Puerta en 1646

A fines del siglo XIII Pedro Pascual era obispo de Jaén, diócesis de complicado gobierno por ser frontera con el reino nazarí de Granada, último reducto musulmán de Al-Andalus. Durante una visita pastoral fue capturado por los moros de Muhammad II y enviado preso a la capital granadina. De nada sirvieron los rescates que se pagaron pues, como buen mercedario, el obispo prefirió destinar esos dineros a la liberación de mujeres y niños cautivos. Martirizado y finalmente decapitado en el año 1300, fue primero sepultado en el lugar que llamaron “de los Mártires”, campo de la ciudad de la Alhambra. Acrecentada su fama de santidad, al reclamar su cuerpo los cristianos surgió una disputa entre los vecinos de Jaén y los de Baeza -primera sede de la diócesis jienense- pues ambos querían que los restos del prelado fuesen custodiados en sus respectivas catedrales. Para resolver la controversia se decidió montar el arca mortuoria sobre una mula “extranjera y doncella” para que ésta decidiera, por intercesión divina, el lugar donde debía reposar el santo. Ante una encrucijada, la acémila tomó camino de Baeza y, llegada a su templo mayor, cayó muerta. Aquella señal inequívoca determinó el reposo del santo, cuyas reliquias fueron depositadas sobre la puerta mudéjar de la Luna -llamada desde entonces de San Pedro Pascual- y luego llevadas a su altar mayor. Las dudas que pululaban sobre la muerte y sepultura del santo quedaron definitivamente aclaradas por la actuación del almeriense Rodrigo Marín Rubio quien, siendo mitrado de Jaén, dirigió la investigación que culminó con el hallazgo en Baeza de los restos del mártir en 1729.

Dos siglos después de la muerte de San Pedro Pascual, las olas depositaban en las playas de Almería, frente a Torre García, una imagen de la Virgen con el Niño, de cuyo arribo fue testigo el vigía, casualmente llamado Andrés de Jaén. Los signos milagrosos que acompañaron a su aparición suscitaron un pleito entre el cabildo catedralicio y los monjes del convento de Santo Domingo, postulados ambos para custodios de la Virgen en sus respectivos templos. Como en su antecedente aurgitano, sentenció su destino el juez más imparcial: una mula portaría la imagen y, dejada libre a las puertas de la ciudad, elegiría su residencia; deambuló el equino por las calles de Almería, saltó una tapia de las huertas dominicas y, llegado al templo conventual, se derrumbó ante su puerta. Para sumar firmeza a la sentencia, se cuenta que su herradura quedó impresa mucho tiempo en el peldaño de la iglesia. Así reza la leyenda. Sea como fuere, desde entonces se conserva allí la imagen de la Virgen del Mar que, por devoción de los almerienses, fue patrona de la ciudad mucho antes de su proclamación y, el templo de Santo Domingo, su santuario.
A raíz de estos sucesos se ensalzan las virtudes de la mula como humilde pero determinante transmisora de los designios divinos y, paralelamente, se confiere al animal una dignidad natural que lo hace merecedor de nuestro respeto.

En Andalucía sólo he hallado estos dos casos pero existen otros con iguales premisas -una mula, dejada en libertad, decide que camino se ha de tomar, dónde han de reposar los restos sagrados, reliquias o imágenes y, escogido el lugar, se derrumba o muere- de los que sólo citaré de nuestra geografía a San Ramón Nonato, por ser coetáneo de San Pedro Pascual y ambos religiosos mercedarios, cuyos restos quiso aquella que descansaran en Portell (Lérida). De Portugal cabe nombrar a la Virgen del Cabo o de la Piedra de la Mula, en Sesimbra y, en la América española, las vírgenes de la Soledad y de la Consolación de Sumampa, la una, patrona de la ciudad de Oaxaca en Méjico y, la segunda, de la provincia argentina de Santiago del Estero. Incluso la fundación de la Compañía de Jesús por San Ignacio de Loyola o la afirmación del Sacramento de la Eucaristía por San Antonio de Padua se debieron a una decisión mular.

Detalle de un grabado de la Virgen del Mar donde aparece la mula como protagonista. Realizado a expensas y devoción del marqués de Campo Hermoso en 1806. Archivo Ruz de Perceval

El porqué de la elección de la mula como infalible y ecuánime decisora daría para un estudio etiológico más sosegado que no está en el propósito del que suscribe, mero rumiante de estos retazos de Historia. Junto a la consabida terquedad en sus decisiones, quizá fuese escogido este animal estéril por ser ejemplo de abnegación y sacrificio, por tener fama de defender a su jinete o saber siempre dónde está el pesebre de su amo y, quizá, por todo ello también figure en la iconografía popular adorando al Niño Jesús en su nacimiento y los obispos españoles tomaran posesión de su cargo montados en una mula, tradición que hoy sólo persiste en las diócesis de Sigüenza y Orihuela-Alicante.

Indiferente resulta que se trate de mitos o leyendas si efectivamente cumplen con su cometido: reforzar una creencia o disposición y que ésta perdure en la memoria. Además, las leyendas son siempre más bellas que la fría realidad, de ahí su permanencia, pues la belleza tiene el poder de conmovernos y transmutarnos.

Pese a su protagonismo, por ser la mula humilde y generosa -lenguaje muy ajeno al nuestro- nunca ha reclamado ni recibido reconocimiento alguno, que va siempre a sus parientes el ennoblecido caballo o el burro emotivo, cuando en justicia, sea sólo por sus siglos de esforzado servicio, debería tener un monumento en cada ciudad y cada pueblo de nuestras latitudes en el que rece esta escueta leyenda: “Gracias”

Jesús Ruz de Perceval.
24/03/2022
Publicado en Diario Jaén, 03/04/2022 y en La Voz de Almería, 15/04/2022

viernes, 8 de noviembre de 2019

EL PORQUÉ DE LAS MIGAS CUANDO LLUEVE


   Todos nos lo hemos preguntado alguna vez, entre cucharada y cucharada, al menos el instante previo a que el gusto silencie nuestra curiosidad hasta la próxima lluvia.

Como las respuestas que he conocido carecen de fundamento, son fantasiosas o, simplemente, no lo son, quiero aportar algo de miga a tan harinoso interrogante.

Las migas –acaso el manjar más español en todas sus variables- fue en su origen comida de pastores, a éstos y a la trashumancia debemos que se popularizara en toda la península. Lo común de sus ingredientes y su gran aporte calórico las convirtieron en alimento idóneo con el que afrontar las duras jornadas de trabajo. Algunos autores modernos, en ese afán ya cansino de atribuir a todas nuestras cosas un origen musulmán, afirman que su paternidad es andalusí; pero la realidad es otra. Los pastores íberos, los guerreros de Viriato, ya cocinaban migas antes de la colonización romana y, en el siglo I, se refiere a ellas Marcial, el famoso poeta de Bílbilis que pasó a Roma protegido de Séneca; Covarrubias afirma que su nombre procede del latín “mica”, arena de las riberas, con influencia del verbo “micare” (brillar). Más difícil es, por ser cocina trashumante, localizar su lugar de nacimiento, aunque el consenso es mayor sobre Castilla o Andalucía.

La literatura española está plagada de guiños a este plato, el más referido y casi siempre vinculado a escenas pastoriles o del campo, donde se ensalza su ritual como comida para compartir, de hermandad y amistad -de ahí la expresión “hacer buenas migas”- e incluso en nuestra tradición, los pastores que recibieron la visita del ángel anunciador del nacimiento de Jesús estaban haciendo migas. Cerca de Madrid se encontraba el soto de Migas Calientes –donde se ubicó el primer Jardín Botánico- que seguro debe su nombre a que allí, antaño pastos junto al Manzanares, se congregaban los pastores venidos de muy distintos lugares para hacer y comer sus migas.

Con ellas hemos marcado las horas e incluso denominado a planetas, así, al lucero matutino o vespertino -el planeta Venus- se le llamaba en el Sur peninsular “lucero miguero” porque su visión coincidía con la hora de hacer las migas los pastores: al amanecer antes de salir a trabajar y al atardecer finalizada ya la jornada. En el s. XIX se consolidaron como rancho habitual en el Ejército y en las academias militares, donde las “migas de cadete” reforzaron lazos entre soldados y oficiales. Del campo pasaron a nuestras ciudades y, de éstas, al resto del Mundo, colándose las humildes migas en lujosos recetarios, como pasó en la corte de Francia, donde las impuso la Emperatriz Eugenia de Montijo, que las tomaba con sardinas en recuerdo de su infancia granadina.

        "Campesino clamando al cielo por la lluvia"
por Jesús de Perceval, 1974
¿Cuál es, entonces, la peculiaridad almeriense por la que, cual mandato divino, tomamos migas cuando llueve? Para dar la respuesta debemos retrotraernos al origen y ponernos en la piel de nuestros pastores. A diferencia de otros lugares de la geografía española, la climatología de Almería, marcada por la escasez de lluvias, suponía un plus de dificultad para el pastoreo, por ello, cuando llovía ocurrían dos cosas para el pastor: una, inmediata, que era ponerse a resguardo en los chozos, cuevas o cortijos y esperar a que escampe, lo que brindaba el tiempo necesario para preparar unas buenas migas, que necesitan más que ingredientes, paciencia, cualidad común a todos los pastores; y, la segunda, la que marca la diferencia con el resto de España, es la festiva, de acción de gracias, porque la lluvia es garantía de que habrá hierba para el ganado. Aunque en todo lugar era habitual comer migas con mal tiempo, sólo en el sureste español se destaca y acentúa el acto de gratitud al cielo por la lluvia ¿o creemos que los pastores gallegos se muestran agradecidos y hacen fastos cuando llueve un día sí y otro también? La satisfacción y alegría era -y es- común para los pastores y agricultores almerienses, de ahí que el ritual de hacer las migas cuando llueve se haya perpetuado hasta nuestros días como una festividad religiosa, momento de encuentro entre familiares y amigos que, alrededor de la sartén, “cucharada y paso atrás”, comparten con alegría el augurio de un año de bienes. 
Pruebas de lo dicho encontramos, además de en la literatura, en nuestro Refranero, casi tan sabio como antiguo, del que rescato algunos refranes referidos a nuestras latitudes: “Cuando llueve y hace sol, come migas el pastor” (el pastor se regocija si el sol mezcla sus rayos con la lluvia, pues es garantía de abundante hierba) o sus variables “Cuando llueve y hace sol, alegre está el pastor”, “…bailan el perro y el pastor”; “En marzo, ni migas ni esparto” (porque es mes poco lluvioso, carente de largas veladas para hacer pleita)

Desde esta tierra se exportaron las migas a Filipinas -donde nuestros monjes dominicos fundaron otra Almería- y, en idioma tagalo o filipino, las llaman “paralosdos”, hermosa voz que evoca su condición de ser compartidas. También dieron su nombre a varios lugares de la provincia almeriense, como el Barranco de Gachas-Migas, entre Carboneras y Mojácar, la cortijada que con igual nombre encontramos en Cantoria, o la loma de Migas en Vícar. Muy típicas han sido siempre en los campos de Níjar y así lo recoge García Lorca en “Bodas de Sangre" (-Hace migas a las tres, cuando el lucero…) De las migas almerienses se ocuparon nuestros escritores y poetas, Sotomayor, Cano Cervantes, Carmen de Burgos “Colombine” o Celia Viñas, entre otros; y aún fueron causa del intento de suicidio de uno de los autores del crimen de Gádor, Julio “el Tonto”, que quiso matarse en la cárcel de Almería…por no poder satisfacer su ambición de tomar enormes platos de migas.

Más, para ser justos, comer migas cuando llueve no es una tradición sólo almeriense sino del sureste español, pues igual costumbre tienen en algunas zonas de Murcia, lo cual, lejos de desmerecer la nuestra, abunda en la explicación que he dado y evidencia también la íntima relación que siempre hemos mantenido con nuestros vecinos murcianos.
    Desde aquí, llueva o no, reivindico las migas como plato vertebrador, que nos hermana y aúna, algo que tanto se echa en falta estos días y, resaltando las palabras de Mariano de Cavia “España es España y, las migas, migas son -¿Cómo son esas famosas migas? - Como han de ser, bermejas y doradas igual que nuestra bandera

Jesús Ruz de Perceval
Publicado en "Diario de Almería", 07/11/2019