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miércoles, 10 de abril de 2013

MOCTEZUMA MURIÓ POR ALMERÍA

No abundan en nuestra tierra ejemplos de la participación en el descubrimiento y colonización de las Américas. En el siglo XVI tenían los almerienses otras preocupaciones más apremiantes entre las que no cabían la búsqueda de la fortuna o el cumplimiento de sueños caballerescos o aventureros. La Reconquista no había terminado del todo en Almería y, de facto, seguíamos en estado de permanente alarma, temerosos de los levantamientos moriscos y, con la mirada puesta en el norte de África, atentos a la defensa de nuestra costa, de continuo asediada e instigada por la piratería de los hermanos Barbarroja.

Pese a todo y mientras permanecíamos ajenos al acontecer del resto del Mundo, el nombre de Almería quedaba escrito con letras mayúsculas al otro lado del Atlántico... y les cuento:

En 1518, cuando Carlos V tomaba posesión del trono de España, el capitán Juan de Grijalva desembarcaba en las costas de lo que luego llamaríamos Nueva España.

Este descubridor castellano -curtido en las conquistas de Cuba y La Española- había recibido el encargo de continuar la exploración del Yucatán. Así, en el mes de abril, partió Grijalva desde Cuba al mando de cuatro navíos y más de doscientos hombres. Le acompañaban otros conocidos capitanes que ya se habían distinguido junto a Cristóbal Colón y el cronista Bernal Díaz del Castillo.
En su periplo, descubrieron la isla de Cozumel, se adentraron en Yucatán, Campeche y  Tabasco y, lejos de regresar con la misión cumplida, optaron por continuar más al Norte, navegando por las aguas inciertas de un todavía desconocido Golfo de México.

Dos meses más tarde, pasada la costa luego nombrada de Veracruz, desembarcaban los españoles en una tierra que, por sus pinceladas, se les antojó conocida. Había allí una población indígena, asentada en una extensa playa junto a la desembocadura de un río y flanqueada por una vasta sierra, urbe a la que, por su semejanza con la nuestra, bautizó Grijalva con el nombre de “Almería”.

Era esta nueva Almería -o Nautla, como así la llamaban sus primitivos moradores- un asentamiento rico, poblado por indios totonacas, cuyos dominios tiempo ha se hallaban sometidos al poder del imperio azteca, circunstancia que justificó la buena acogida dispensada a los españoles, en quienes vieron los indígenas a sus libertadores del yugo mexica.

Un año más tarde llegaba a aquellas tierras Hernán Cortés. Necesitaba el conquistador de fuertes apoyos para proseguir con la expansión española y, por ello, recurrió a la alianza que Grijalva firmó con los totonacas de Almería. Tras los indios “almerienses”, se unieron a Cortés muchos otros de importantes ciudades como Cempoala, convencidos todos de que su compromiso con España les libraría del tirano azteca.

Así, fortalecido el español, en noviembre de 1519 entraba Cortés en la gran capital Tenochtitlan, corazón de México, donde fue recibido y agasajado con honores de rey por el Emperador Moctezuma II, consciente éste de que no podía frenar el avance conquistador y la revolución india apoyada en nuestras banderas.

Mientras en la capital se entretenían y disipaban alegremente los españoles, los lugartenientes de Moctezuma planeaban recuperar para su rey las riendas del imperio. Su objetivo primero era claro, pasaba por asestar un golpe definitivo al origen de la sublevación india y del apoyo a los invasores: Almería.

Al mando de miles de indios mexicas, marchó entonces el caudillo Cuauhpopoca hacia aquellas tierras. El asalto brutal a los campos de Almería sembró el pánico en los totonacas, quienes pidieron auxilio a Escalante, capitán que Cortés había dejado como gobernador de la cercana Veracruz. Éste, con cuarenta españoles y dos piezas de artillería, organizó la defensa de Nueva Almería junto a los naturales del lugar.
Poco podían hacer frente a los más de cinco mil hombres que mandaban los aztecas pero, entrados en armas, fue tan férrea su defensa que consiguieron finalmente forzar la retirada de los atacantes, si bien quedó Almería destruida, su población casi aniquilada y el valeroso Escalante herido de muerte.

Pronto llegó lo acontecido a oídos de Hernán Cortes, que no dudó en dirigir su ira contra Moctezuma. El emperador, para exculparse y contentar a los españoles, mandó prender y ajusticiar a los caudillos responsables, quienes, mientras sus cuerpos ardían en la hoguera, denunciaron al Rey y confesaron actuar bajo sus órdenes.  Ninguna otra prueba necesitó Cortés para poner preso a Moctezuma y asumir el gobierno de México.
 
Poco después se aceleraron los acontecimientos; moría el Emperador de manos de uno de sus súbditos, la sublevación de los aztecas justificó el aplastamiento de Tenochtitlan y, tras ello, la conquista definitiva del imperio azteca para la Corona Española.

De los sucesos de Nueva Almería y su importancia para la Historia sólo quedan hoy vagos recuerdos.  La gran provincia de Almería fue en los siglos que vinieron orgullo del estado mexicano de Veracruz por sus explotaciones ganaderas y su riqueza agrícola, que hoy como antaño, se desarrolla en lo que siguen llamando “Los Llanos de Almería” y, pese a que la nueva población fue en tiempos recientes rebautizada con su primitivo nombre indígena, Nautla, en su escudo municipal se plasmó la memoria de esos hechos pretéritos, principio del fin de la dominación azteca, cuyo recuerdo pasean hoy por el Mundo los miles de mexicanos que comparten orgullosos el apellido “Almería”.

 Jesús Ruz de Perceval

MINGOTE Y PERCEVAL



MINGOTE Y PERCEVAL

Cuando la genialidad y la inteligencia anidan en la mente de un hombre bueno, sus frutos son doblemente prolijos e infaliblemente auténticos.
Antonio Mingote llegó a gozar de la libertad -la verdadera- que sólo alcanzan las mentes sobresalientes asidas a un corazón noble. Tras ese libre caminar entre libros y viñetas, nos queda hoy una obra ingente, ajena a lo mediocre y lo malvado, que resume nuestra historia de más de medio siglo con la lucidez y la sagacidad de este gran pícaro español.
Mingote y Perceval se conocieron en el Madrid de la posguerra, en esa capital que se reinventaba cada día en los cafés, en los paseos y en las tertulias interminables, cuando el primero vertía ya sus humoradas en “La Codorniz” y mantenía aun virgen su deseo de ser esencialmente escritor y, el segundo, quería despertar al mundo su concepción mediterránea del arte y de la vida. No era difícil que entablaran amistad pues, a un lado el amor al arte y la búsqueda de la belleza, ambos eran humanistas convencidos y, ambos, veían en el humor un vehículo inteligente con el que agitar conciencias y remover pasiones de toda índole.
Decía Perceval, a propósito de lo bello y lo sensual, que “el ciprés es ideal por tender a la recta y el naranjo sensual porque se acerca a la circunferencia”, ello explica que las figuras femeninas de Rubens sean sensuales, y melancólicas y elevadas las de El Greco. Mingote coincidía con el indaliano y participaba también de esta concepción en torno a la sensualidad de lo redondo, la curva sobre la recta, presente en su obra, donde la sinuosidad femenina es palmaria y, muchas veces -fuera cual fuese el destino del dibujo, chiste o viñeta- de una sensualidad arrolladora.
Dibujo de Mingote dedicado a Jesús de Perceval

En la década de los 40 del siglo pasado, Jesús de Perceval ya era asiduo en las tertulias de Madrid -esas ventanas bohemias en las que asomarse al mundo- en la de Pombo, la de Levante y otras, pero participó especialmente en las mantenidas en el mítico “Café Gijón”, la verdadera escuela que diría Fernando Fernán Gómez, en las fechas en que ya se sabía por literatos y artistas que “era más importante una silla en el Gijón que un sillón en la Academia”. Allí empezó Mingote a convertir en mágico lo cotidiano y allí, Perceval, armado con su Indalo, convencía a grandes y pequeños de que, su Almería, era la cuna de la cultura mediterránea. Difícilmente puede encontrarse en nuestro país una genialidad que no haya bebido de las aguas del Gijón o que no haya vertido en ellas sus desvelos.
En ese parnaso de escritores, poetas, pintores, cineastas, músicos o filósofos, Mingote y Perceval solían entretenerse con un hermoso juego en el que participaban otros notables como Francisco Umbral, el dramaturgo Lauro Olmo, García Nieto, Pedro Bueno, el humorista Evaristo Acevedo, Campmany, Manolo “El Pollero” o Camilo José Cela. Consistía el invento en que uno de ellos comenzaba un dibujo, el cual era continuado por el siguiente tertuliano, así hasta que, al final, se cerraba el círculo. Lógicamente, la mayor o menor fortuna del dibujo dependía de las dotes artísticas de los contertulios que, ese día, se sentaran a la mesa, pero, en todo caso, el resultado era siempre una obra extraña y genial desde su incierta concepción. Hoy, más de uno nos daríamos de bofetadas por conservar los frutos de ese divertimento en los que hallar los trazos chocantes de las primeras firmas de España. Quizá marchase alguno de esos esbozos con los papeles de “Iria Flavia” pues en más de una ocasión la cadena del dibujo se comenzó con el café y se terminó en casa del propio Cela.
En septiembre de 1951, para mayor diversión de los tertulianos y pesadumbre de los censores, Antonio Mingote hizo eco en “La Codorniz” de una polémica suscitada por Perceval con su obra “La degollación de los Inocentes”. Este cuadro acababa de ser protagonista en la I Bienal Hispano-Americana y estaba dando la vuelta al mundo de mano de la prensa extranjera para mayor tormento de los custodios del Régimen, que no sabían cómo interpretarlo y, menos aún, el papel que en la obra jugaban Picasso o García Lorca. Para azuzar el debate, Mingote no dudó en representar un fragmento del cuadro donde todo parecía intriga y conspiración y en el que retrataba al propio Jesús de Perceval embozado en un manto, cual madre desesperada por salvar a su hijo de las garras de Herodes. 

Unos años más tarde, ambos artistas participarán en la Primera Exposición de la Agrupación Nacional de Bellas Artes que presidía el escultor Juan de Ávalos -con la que aspiraban establecer un sistema de seguridad social y de protección a los derechos de autor, así como acciones de ayuda a los artistas que careciesen de medios- que vio la luz en la sala de exposiciones del Club Pueblo, de Madrid, en 1966.
En esa época le dedicó Mingote al almeriense un precioso dibujo en el que un señor desconfiado espera resignado, a la grupa de un caballo regio, el trotar que le deparará la vida, y que hoy bien puede servir de guiño o de homenaje del genial dibujante a esta tierra de Almería a través de la persona de su hijo predilecto.
Umbral, que llamaba a su amigo Perceval el “Beethoven de la pintura” -en coñona alusión a su sordera-definió a Mingote como el “Picasso de los periódicos”, sobrenombre que agradó a muchos pero que, pese al ensalce y salvando mi admiración por el genio de Málaga, creo no le hace justicia a este otro genio madrileño de adopción y vocación. La magnitud creativa y personal de Mingote no debe admitir comparativas, por muy elogiadoras que resulten, ni vale para él síntesis alguna, pues el universo de este hombre del Renacimiento, “principiante de todo y aficionado a todo”, hace ya tiempo que se desbordó mucho más allá de los periódicos.
Ahora, mientras pergeño este humilde recuerdo a nuestro admirado Antonio, me gusta imaginar que, allá donde esté, se dispone a jugar otra vez a hacer dibujos colectivos con mi abuelo Jesús y todos los que ya no están, trazando líneas imposibles en lo infinito, a la espera de ver, como niños eternos, la magia que resulta. Quizá, algún día, pueda yo también jugar.

Jesús Ruz de Perceval.