MINGOTE
Y PERCEVAL
Cuando la genialidad y la inteligencia anidan en la mente de
un hombre bueno, sus frutos son doblemente prolijos e infaliblemente auténticos.
Antonio Mingote llegó a gozar de la libertad -la verdadera- que
sólo alcanzan las mentes sobresalientes asidas a un corazón noble. Tras ese
libre caminar entre libros y viñetas, nos queda hoy una obra ingente, ajena a
lo mediocre y lo malvado, que resume nuestra historia de más de medio siglo con
la lucidez y la sagacidad de este gran pícaro español.
Mingote y Perceval se conocieron en el Madrid de la posguerra,
en esa capital que se reinventaba cada día en los cafés, en los paseos y en las
tertulias interminables, cuando el primero vertía ya sus humoradas en “La
Codorniz” y mantenía aun virgen su deseo de ser esencialmente escritor y, el
segundo, quería despertar al mundo su concepción mediterránea del arte y de la
vida. No era difícil que entablaran amistad pues, a un lado el amor al arte y
la búsqueda de la belleza, ambos eran humanistas convencidos y, ambos, veían en
el humor un vehículo inteligente con el que agitar conciencias y remover
pasiones de toda índole.
Decía Perceval, a propósito de lo bello y lo sensual, que “el
ciprés es ideal por tender a la recta y el naranjo sensual porque se acerca a
la circunferencia”, ello explica que las figuras femeninas de Rubens sean
sensuales, y melancólicas y elevadas las de El Greco. Mingote coincidía con el
indaliano y participaba también de esta concepción en torno a la sensualidad de
lo redondo, la curva sobre la recta, presente en su obra, donde la sinuosidad
femenina es palmaria y, muchas veces -fuera cual fuese el destino del dibujo,
chiste o viñeta- de una sensualidad arrolladora.
En ese parnaso de escritores, poetas, pintores, cineastas, músicos
o filósofos, Mingote y Perceval solían entretenerse con un hermoso juego en el
que participaban otros notables como Francisco Umbral, el dramaturgo Lauro
Olmo, García Nieto, Pedro Bueno, el humorista Evaristo Acevedo, Campmany,
Manolo “El Pollero” o Camilo José Cela. Consistía el invento en que uno de
ellos comenzaba un dibujo, el cual era continuado por el siguiente tertuliano,
así hasta que, al final, se cerraba el círculo. Lógicamente, la mayor o menor
fortuna del dibujo dependía de las dotes artísticas de los contertulios que,
ese día, se sentaran a la mesa, pero, en todo caso, el resultado era siempre
una obra extraña y genial desde su incierta concepción. Hoy, más de uno nos daríamos
de bofetadas por conservar los frutos de ese divertimento en los que hallar los
trazos chocantes de las primeras firmas de España. Quizá marchase alguno de
esos esbozos con los papeles de “Iria Flavia” pues en más de una ocasión la
cadena del dibujo se comenzó con el café y se terminó en casa del propio Cela.
En septiembre de 1951, para mayor diversión de los tertulianos
y pesadumbre de los censores, Antonio Mingote hizo eco en “La Codorniz” de una
polémica suscitada por Perceval con su obra “La degollación de los Inocentes”. Este
cuadro acababa de ser protagonista en la I Bienal Hispano-Americana y estaba
dando la vuelta al mundo de mano de la prensa extranjera para mayor tormento de
los custodios del Régimen, que no sabían cómo interpretarlo y, menos aún, el
papel que en la obra jugaban Picasso o García Lorca. Para azuzar el debate,
Mingote no dudó en representar un fragmento del cuadro donde todo parecía
intriga y conspiración y en el que retrataba al propio Jesús de Perceval
embozado en un manto, cual madre desesperada por salvar a su hijo de las garras
de Herodes.
Unos años más tarde, ambos artistas participarán en la Primera
Exposición de la Agrupación Nacional de Bellas Artes que presidía el escultor
Juan de Ávalos -con la que aspiraban establecer un sistema de seguridad social
y de protección a los derechos de autor, así como acciones de ayuda a los
artistas que careciesen de medios- que vio la luz en la sala de exposiciones
del Club Pueblo, de Madrid, en 1966.
En esa época le dedicó Mingote al almeriense un precioso
dibujo en el que un señor desconfiado espera resignado, a la grupa de un
caballo regio, el trotar que le deparará la vida, y que hoy bien puede servir
de guiño o de homenaje del genial dibujante a esta tierra de Almería a través
de la persona de su hijo predilecto.
Umbral, que llamaba a su amigo Perceval el “Beethoven de la
pintura” -en coñona alusión a su sordera-definió a Mingote como el “Picasso de
los periódicos”, sobrenombre que agradó a muchos pero que, pese al ensalce y
salvando mi admiración por el genio de Málaga, creo no le hace justicia a este
otro genio madrileño de adopción y vocación. La magnitud creativa y personal de
Mingote no debe admitir comparativas, por muy elogiadoras que resulten, ni vale
para él síntesis alguna, pues el universo de este hombre del Renacimiento, “principiante
de todo y aficionado a todo”, hace ya tiempo que se desbordó mucho más allá de
los periódicos.
Ahora, mientras pergeño este humilde recuerdo a nuestro
admirado Antonio, me gusta imaginar que, allá donde esté, se dispone a jugar
otra vez a hacer dibujos colectivos con mi abuelo Jesús y todos los que ya no
están, trazando líneas imposibles en lo infinito, a la espera de ver, como niños
eternos, la magia que resulta. Quizá, algún día, pueda yo también jugar.
Jesús
Ruz de Perceval.
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