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miércoles, 8 de mayo de 2024

LAS OTRAS FALLAS DE ALMERÍA

 

Ya en silencio, disipado el olor a pólvora y lejanos los pasos acampanados de las falleras que arribaron de Valencia para hermanar arroz con trigo o fideuá con gurullos, vengo a hablarles de las fallas, no de las recientemente acogidas sino de otras más distantes que, aunque efímeras, fueron netamente almerienses.

Tendemos a considerar que cualquiera de nuestras ocurrencias es genuinamente única, brillante o primigenia. Así alimentamos el ego hasta que la realidad o la historia nos muestra cuán errados estábamos. Hace escasos días celebramos unas fallas anunciadas a bombo y platillo como acontecimiento nunca visto en nuestra ciudad. Olvidamos que Almería ya las tuvo, realizadas por artistas locales y establecidas con vocación de continuidad en 1934.

Sentenciaba el filósofo Eugenio D´Ors que lo que no es tradición es plagio. No sabría decir cuánto de una u otro hubo en aquellas fallas almerienses, cuánto del terruño y cuánto de Valencia. En Almería son muchos los festejos vinculados al fuego, baste citar las antaño famosas hogueras de San Sebastián, algunas de las cuales se asemejaban a las valencianas a fines del s. XIX, época en la que también quemábamos decorados con muñecos en la feria. Fallas eran las luminarias que ardían en las torres vigía de la costa y las antorchas de las tropas que trajo el valenciano Jaime II para su fallida conquista de Almería en 1309. Nuestra constante herencia levantina hace que no nos causen extrañeza los usos y los trajes falleros, esos que nos recuerdan a refajonas y zaragüelles.

En 1934 el Ayuntamiento sorprendía a los almerienses con la instauración de las fallas, que no serían josefinas sino en honor de la patrona, la Virgen del Mar. La gran falla se instaló en la Puerta de Purchena y objeto de su sátira fueron el multiempleado presidente de Diputación José Guirado y otros políticos locales. En el lado que miraba al Paseo aparecía la efigie del Tío Sam, yanqui con levita y sombrero de copa que, lupa en mano, examinaba un racimo de uvas en busca de la mosca que tantos problemas había causado a la exportación uvera. Acompañaba al americano la figura del delegado de Festejos caracterizado de flamenco, José Alemán Illán, apodado por ello como “el concejal de la guitarra” y, sobre el conjunto, se alzaba un torreón de la Alcazaba.

1934 Falla en Puerta Purchena, Almería.
Foto Domingo Fernández Mateos


Su presentación a mediados de agosto causó similar expectación a la que días antes provocara el dirigible Graf Zeppelin sobrevolando la ciudad. Ardió la noche del 28, coincidiendo con la traca final de feria, tras el espectáculo taurino de Juanita de la Cruz y endulzados los paladares con el turrón que entonces se despachaba en el inmediato kiosco Amalia. La quema de la falla clausuró también la exitosa Exposición de Bellas Artes en la que un joven Perceval se alzó con la medalla de Honor y el premio del Presidente de la República.

El triunfo de falla y exposición obligó a su repetición en 1935. Tres grandes fallas se instalaron entonces en la Puerta Purchena, plaza de Santo Domingo y cauce de la Rambla. Fueron sus artífices los escultores Jesús de Perceval, Gonzalo Sáez y Manuel Castañeda bajo la coordinación de Francisco Rodríguez Simó, un cartelista y empleado municipal al que se encomendó la dirección. Intervinieron también Latorre, Enrique Velasco o el ebanista Augusto Torres, y un grupo de mujeres confeccionó las vestimentas y los decorados. Todo se realizó en la vivienda de Simó y en los bajos de una casa en la plaza de la Catedral, esquina entre las calles Eduardo Pérez y Lope de Vega, que Perceval había alquilado a Juan Barqueri Salazar para realizar sus trabajos de escultura.

La falla de Santo Domingo, dedicada al Turismo, lucía en lo alto una gitana monumental con sobrero, guitarra y bata de cola. Bajo ella, una antigua locomotora reivindicaba mejoras ferroviarias y, entre bañistas, un paisano remolcaba una barcaza llamada “Delfín”, guiño a la necesidad de mantener las conexiones marítimas con Melilla, pues así se llamaba el buque que entonces unía ambos puertos. 
La de Puerta de Purchena estaba coronada con la figura del ya alcalde, Alemán Illán; bajo éste, los responsables de diputación, Guirado, Gálvez Gil y Julio Esteban; los concejales García Cruz, Villegas, Vicente Pérez y, amenazante con un bastón en alto, Bascuñana.
La tercera de las fallas, alegoría del Periodismo instalada por la Asociación de la Prensa en el cauce de la Rambla, muy posiblemente contara con la efigie de su presidente Francisco de Burgos Seguí, hermano de la célebre Colombine.

Los fuertes vientos que soplaron amenazaban con dejar en paños menores a los muñecos de nuestros políticos y una voz bondadosa pidió el adelanto de la quema “Porque más vale morir quemado que vivir en ridículo”

Algunos no vieron en las fallas hoguera de vanidades sino la excusa de la sátira al servicio de la propaganda política; razón no les faltaba si atendemos a las seis mil pesetas que destinó a ello el Consistorio, la partida más cara de la feria y en fechas, además, azotadas por el hambre. Ello contrastaba con la ridícula aportación hecha para la Exposición de Bellas Artes, lo que obligó a sus organizadores Jesús de Perceval y Fernando Ochotorena a buscar patrocinio, que encontraron en el industrial Francisco Oliveros y el Círculo Mercantil, sede de la muestra en la que participaron, además de los autores falleros, Moncada Calvache, Gómez Abad, Guillermo Langle, Rull, Godoy, Moreno Ortiz, Morales Alarcón, Castillo o Márquez, entre otros. Coincidiendo con la inauguración Perceval dio a conocer su idea de crear una sociedad de artistas -germen de lo que sería el Movimiento Indaliano- proyecto que, como tantas otras cosas, se vio truncado con el inicio de la Guerra al tiempo que apagadas para siempre quedaron las fallas de Almería.

Como si un rescoldo de aquellas hogueras nunca se hubiera extinguido, el almeriense Jesús de Perceval sería nombrado “Fallero de Honor” de la famosa falla de plaza Lope de Vega en Valencia en 1983.

Jesús Ruz de Perceval



https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/273450/las-otras-fallas-de-almeria

miércoles, 17 de abril de 2024

MIRAR ARRIBA

    Desde niño tengo la manía de caminar mirando hacia arriba. No es que el mío sea un paso marcial o legionario, tan sólo siento curiosidad por lo que me circunda en las alturas. Hay en ello una mezcla de expectación, búsqueda y liberación que trasciende a lo curioso.

    Esta costumbre inofensiva en apariencia no está exenta de riesgos. A muy corta edad, por andar fijándome en cornisas, a punto estuve de perder los dientes contra los barrotes de un ventanal sobresaliente. Años después, de camino a una fiesta a la edad en la que todo te avergüenza, por admirar un cielo muy sembrado de estrellas, caí de lleno en un pozo de alcantarilla que algún insensato había dejado descubierto; no hubo lesiones de gravedad, pero el ridículo y la burla de los presentes me dolió largo tiempo. Luego supe que lo mismo le ocurrió -hace dos mil quinientos años- al filósofo Tales de Mileto, padre de la Geometría, hecho que vino a mitigar mi oprobio; coincidir con los grandes, aunque sea en sus torpezas, apacigua y orgullece. Pegarse un “talesaso” no era tan bochornoso y, además, tenía su moraleja.

    Otro de los inconvenientes de esta práctica es que te arriesgas a pisar las deposiciones de algún cánido -“rovellons” les llama uno cariñosamente-. Pese a ello y demás peligros menores, los beneficios de mirar a lo alto son siempre mayores, más aún en las ciudades donde sobreviven -resisten- los cascos históricos, numancias que atesoran nuestra memoria estética y estática, en cuyas alturas se posa la somera y susurrante caricia de la piedra.

    Mirar hacia arriba es escapar a los tormentos que nos rondan en busca de la belleza inadvertida, esa que habita también en las cosas más sencillas: una fachada armoniosa, una cornisa desafiante, el baile etéreo y caprichoso de los pájaros, el asomar de las horas de bronce en el campanario de una iglesia, las gárgolas que esperan tu mirada como un beso para despertar, una joven impaciente dibujando con el dedo indalos en el cristal de la ventana, una bandera solitaria en un balcón o toda una selva concentrada en el contiguo, el letrero sobreviviente de una antigua papelería, la pétrea melancolía del escudo desgastado de un linaje derrotado, los viejos canalones de zinc orfebreados, la explosión añil de las jacarandas y el contoneo de las palmeras -que son margaritas gigantes-, el recamado de las nubes o comprobar que el cielo, pocas veces, es azul. Todos hermosos presentes que no desmerecen por gratuitos. “Aquí se debería pagar dinero por mirar hacia arriba” exclamó un arrebatado Felipe II cuando vio por vez primera el cimborrio de la catedral de Burgos.

  Sobrevivimos porque estamos rodeados de belleza; bellezas sublimes o pequeñas, vulgares o recónditas, efímeras o eternas, pero todas salvíficas. Las sorpresas arquitectónicas están siempre en las alturas y, como las grandes obras, persiguen que alcemos la mirada para encumbrarnos con ellas.

    Absortos en el acecho caminante, encaramados nuestros ojos a lo alto, desaparecen la angustia de la cotidianidad y la rutina, las preocupaciones apremiantes o el pesimismo inoculado por las noticias que nos desvelan, tal es el bálsamo que se nos regala al erguir la cabeza. Por extensión o contagio, me ocurre lo mismo en las librerías: siempre dirijo primero la vista a los estantes más altos en la creencia de que el libro que ha de cautivarme o salvarme sólo puede estar allí, desde donde nos otean los textos inasibles y olvidados.

    Hacia arriba es también como miran los poetas. A mi abuelo paterno le asombraba, cuando salían de copas, la facilidad de Pemán para improvisar sentidos versos al ver una ropa tendida en un balcón y coronar musa ideal a su desconocida propietaria, prueba de que en sus paseos el vate gaditano posaba la vista en las alturas.

    Y, sin embargo, cada vez hay más personas que caminan con los ojos en el suelo; hollados por el peso de la vida, rumiando inseguridades, problemas y prisas -que son el estigma del esclavo- o ensimismados con el móvil para huir a paso zozobrante de esa neblina pesimista que, inevitablemente, siempre les alcanza. Es el trasunto de la vida sinsentido. Apabulladas, con la cabeza gacha y postura abyecta, no se sabe si son tristeza errante o ejemplares de “homo servilis” que intentan disimular su condición, mas la sonrisa fingida no enmascara la pesadumbre sostenida.

    Tengo asimilado que, salvo achaque o defecto físico, los que siempre miran hacia abajo y se encorvan lo hacen por tres motivos: por timidez; porque se han rendido; o porque esconden maldades. No son buenos lugares para quedarse. Así que hay que levantar la testa del avestruz, atreverse a ser osados, volver a la lucha o expiar los pecados. Es una prueba de fe para escapar del abismo y subir al monte Tabor; descubrir, como Dante, que sobre el valle del miedo está la “cima revestida ya de los rayos del planeta que nos guía con seguridad por todos los senderos”. Eso y más es lo que nos quiere decir Lucas cuando narra el milagro curativo que obró Jesús sobre la mujer que no podía mirar arriba.

    Lo gestual brota de lo espiritual y nuestra inclinación originaria es a lo alto porque estamos diseñados para apreciar el lado refulgente de la vida, pero se nos olvida -o nos lo olvidan-. Mirar hacia arriba es regresar a la infancia, recuperar la maravillosa capacidad de asombrarnos que teníamos de niños; prender de nuevo aquella gozosa recompensa cuando, con los primeros pasos, alzábamos la cabeza para encontrar los ojos atentos de nuestros padres y allí estaban.

    Si la vida nos interpela, mirar arriba es la respuesta valiente a sus requerimientos, el mayor acto de rebeldía e insumisión a las tenazas de lo mediocre; es levantar el vuelo de nuestras aspiraciones e imaginar que otros mejores horizontes son posibles.

    Pruébenlo, no se me ocurre mejor ejemplo de vivir por todo lo alto.

Jesús Ruz de Perceval
25/09/2023

https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/263607/mirar-arriba